Nueva York (2021)

Nieva y, en la Quinta Avenida, los ingrávidos copos se agitan en un violento danzar, en una suerte de hipnótico vals, transluciéndose frente a los neones de los estridentes escaparates. Y apenas lo percibo; pero todo aquello me hechiza, y caigo atrapado en un dulce letargo, maravillado quizás por la suntuosidad poética que bulle en lugar tan inesperado.

Rueden mis tambores, dijo el asesino (2021)

No eran los justos quienes tomaban las decisiones importantes en aquellas horas tardías de la madrugada. La claridad ya insistía a través de las ranuras de las ventanas, azuzando a la turbiedad de los ambientes cargados que se resistían a aceptar el inevitable ocaso de la noche. Horst dispersó sobre el tapete verde, sin mucho convencimiento, algunos papeles. Quedó pensativo y me miró con la cabeza inclinada, por encima de las monturas de las gafas.

Agujero de gusano (2019)

“Cuando te ríes es como si te dieses cuenta, por fin, de lo sencillo que es todo” me dijo tras un prolongado silencio. Me revolví inquieta en mi lado del portal, incómoda por la profundidad de aquella frase tan aparentemente simple. Mantuvo la mirada triste, los ojos muy abiertos, expectante. Musité algunas palabras sin sentido y desconecté la máquina antes de que pudiera articular palabra alguna. El portal desapareció y, con él, su rostro. Actué sin avisar, sin pensarlo, víctima del irracional miedo de vivir que me había estado aguijoneando hasta entonces.

La soledad del ingeniero (2019)

Esas alas de plástico servían para volar únicamente en cielos abiertos y aquella noche se avecinaba tormenta. El chico se lo había estado repitiendo a su padre durante toda la semana. Él restó importancia al asunto y dijo que con unos retoques bastaría. Pasaron unos días encerrados en el taller. Al finalizar, el chico olió satisfecho la nueva capa de pintura. -Con este barniz no entrará el agua- le explicó el padre, prudente-, pero debes tener cuidado. Una vez en el patio el chico elevó el vuelo con lágrimas de felicidad. El padre lo observaba taciturno. -A veces olvido que no eres de verdad- se dijo.

El portal de las ruinas circulares (2019)

Los padres de Tomás insistían en recuperar al estúpido de su hijo. Irrumpió en el altar del claro del bosque desbaratando todos los relicarios de la aldea. Sólo, después, comenzaron las lluvias torrenciales y los relámpagos. Aún dormía cuando me avisaron con la cara descompuesta. Rompía un alba oscura y tétrica cuando rogué a los eternos por el alma del niño. Fue entonces cuando la lluvia se contuvo en el aire y el tiempo quedó cíclico. Un escalofrío me recorrió la espalda, quizás algo rugió más allá del tiempo. Hice cuanto pude, pero desistí. Ambos, con la cabeza gacha, aceptaron su involuntaria ofrenda y se conformaron con el perdón de los dioses.

Ausencias (2019)

Ninguno de los niños que había en el arcón era Tomás, así que prosiguió con la búsqueda. Su madre le había dicho que no corriese por la casa, pero él sabía que así se le escaparía. Ella parecía no entender la importancia del juego; siempre colgada al teléfono, inventando excusas para no dejarle ver a su padre en el hospital. Pero no la odiaba por eso. Bajaba al sótano de puntillas cuando se topó con ella, que, compungida, le recordaba que era la hora de la medicina. El siempre se la tomaba sin rechistar, aunque fastidiado, porque sabía que así no iba a encontrar a ninguno de los niños.

Delirios en el palanquín (2019)

Cuando se ausentaba de casa, me retrepaba en la improvisada cama y lo observaba abandonar el recinto, a hurtadillas, a través de un angosto tragaluz. Solo, entonces, eludía el tácito toque de queda que me habían impuesto y me deslizaba a la sala de reliquias sin que nadie se percatara. Durante escasas horas, trataba de poner en funcionamiento una desvencijada radio, intentando rehuir todo pensamiento de futilidad. Cuando regresaba, yo ya estaba preparado, ataviado con la túnica de maestro de ceremonias. Siempre, entonces, se oían los fúnebres cánticos y descendíamos al sótano a reunirnos con el resto, mientras anhelaba la llegada del aciago día.

Worms in the mindfields (2009)

Sentía retozar por entre materia muerta en descomposición. Notaba cada gránulo del mesocarpo restregarse por mi resbaladizo y alargado cuerpo. Al retorcerme, podía escuchar el chapoteo de mi anillada fisonomía sobre el necrótico tejido de la manzana. Sabía que aquello era asqueroso, enfermizo, y que tendría que estar sintiendo náuseas, pero en aquel entonces, todo aquello me agradaba. El olor a putrefacción me hacía apretar las mandíbulas hasta el límite de hacer rechinar los dientes, como si se tratase de fluidos corporales de un cuerpo femenino.